Día de Muertos: una tradición ancestral sostenida por abuelas, madres e hijas

POR ANAIZ ZAMORA MÁRQUEZ
FOTOS GRETA RICO

Montar un altar para los “fieles difuntos” que vienen de visita implica días o meses de trabajo. Las encargadas de preparar las comidas, de colocar cada elemento en su lugar y de recibir a los muertos con copal y rezos a la hora indicada son las mujeres, que pasan los conocimientos de generación en generación.

 

Luego de haber pasado todo el día vendiendo en un mercado, Leonor vuelve a su casa en Zaachila, Oaxaca, y comienza a acarrear leña para encender varios fogones. Debe terminar de tostar 10 tipos de chile y mezclarlos con otros 13 ingredientes. También tiene que matar, desplumar y cocer un guajolote. Cuando se va a dormir es medianoche. En Teotitlan del Valle, Rosalía y sus dos hijas despiertan a las 4 de la mañana. Es la hora perfecta para moler el maíz que cocieron un día antes. Aunque sus vecinas lo llevan al molino, ellas aún usan el metate. Lograr 10 kilos de masa les toma por lo menos cuatro horas hincadas en el piso.

Montar un altar de día de muertos implica días (y hasta meses) de trabajo. Sus actividades diarias se duplican del 30 de octubre al 2 de noviembre, fechas en las que las casas mexicanas se llenan de colores, sabores y aromas que provienen de los altares con flores y veladoras que acompañan platillos y bebidas. 

Oaxaca es uno de los estados en donde los rituales de Día de Muertos son inspiración de fotografías, documentales y hasta de películas animadas, formatos que no llegan a reflejar que esa tradición ancestral la sostienen abuelas, madres e hijas. Herederas de recetas familiares, encargadas de colocar cada elemento en su lugar y también de recibir a los muertos con copal y rezos a la hora indicada. Un  homenaje y un acto de memoria para los “fieles difuntos” que vienen de visita. 

Leonor aprendió a preparar comida oaxaqueña viendo a sus tías y a su abuela cocinar mole, coloradito, amarillo y estofado. Con el tiempo se convirtió en una de las cocineras tradicionales más famosas de Oaxaca. Su especialidad es la espuma, una bebida cuyo ingrediente principal es el cacao blanco, una especie endémica en peligro de extinción, del cual solo se utiliza la pulpa: su extracción implica dos meses de trabajo. No sólo prepara la mezcla de cacao, azúcar, atole y maíz para su altar, también lo vende.

Anualmente, personas de todo el estado acuden al mercado de Zaachila a comprar lo que van a poner en el altar. Este año la COVID19 modificó las cosas. Leonor fue una de las mujeres que obtuvo un permiso especial para instalar sus canastas de cacahuate y nuez tostada que le llevó tres meses de preparación.

Teresa Portillo también vive en Teotitlán. Para el mediodía del 1 de noviembre ya casi había terminado de montar el altar. Empezó tres semanas antes a moler el maíz para las tostadas, hizo una canasta entera; asó los chiles y las semillas para el amarillo y buscó las hojas “más buenas” para los tamales. También le dio tiempo de cocer y endulzar una calabaza de castilla para hacer uno de los postres típicos de su comunidad y hasta logró hacer un altar miniatura para los “angelitos” que puedan visitarla. Quienes murieron aún siendo niños podrán degustar pequeñas tablillas de chocolate y panes de muerto más pequeños.

De niña acompañaba a su mamá y a su abuela al panteón. Iban temprano a llevar las flores y a limpiar las tumbas. Desde que se casó le toca a ella asegurar que todo quede listo. Este año cerraron los panteones y la tradición se modificó un poco, sus familiares visitaron a los muertitos desde el altar de su casa. 

Rosalia prepara tamales de maíz azul para toda la familia. Fiel a sus tradiciones zapotecas prefiere moler en el metate y no mandar el nixtamal al molino, aunque eso implique despertarse a las 3 o 4 de la mañana los Días de Muertos.

Durante tres días, ella y sus dos hijas abandonan el trabajo del telar y se dedican a cocinar. Para ellas es la fiesta más importante del año, días en los que deben ir de visita a la casa de sus familiares y llevarles un poco de lo que prepararon.

Para Rosalía también es la oportunidad de poder sentir de cerca a su hermana, a su mamá y al hijo que murió con una semana de nacido, a quien le coloca un altar más pequeño con ayuda de sus nietas. Este año las niñas hicieron dibujos de las películas de Disney. Rosalía no sabe quienes son los personajes porque nunca ha visto “esas caricaturas”.

“Para que yo le perdiera el miedo al fuego y a quemarme con la masa, mi abuela preparó una tortilla especial, le pusó más fuego al comal y coció una tortilla más gordita. Cuando estaba más caliente la abrió para que saliera el vapor y me la puso en las palmas, para que no la soltara me apretó con sus manos, me quemé pero no lloré, desde ahí no me da miedo la lumbre, y mis manos se curtieron” 

Esa fue una de las primeras experiencias de Conchita en la cocina, un espacio que ahora define su vida. Es dueña de un comedor familiar en Teotitlán del Valle, una comunidad conocida por la elaboración de textiles de lana. 

Durante septiembre y octubre sus visitas al mercado son más lentas y costosas. No sólo compra lo que necesita para el comedor, también surte todo lo que va a poner en su altar de muertos. Una de las compras obligadas es cacao, azúcar y canela, ingredientes que debe tostar, moler y convertir en tablillas de chocolate. Como el COVID disminuyó sus ingresos este año sólo pudo preparar 10 kilos, la mitad de lo que acostumbra. 

En medio de los pedidos de sus clientes, Conchita se da “sus escapadas” para ir acomodando la ofrenda. Desempolvar la mesa, lavar y planchar el mantel, tejer las flores que van en forma de arco, acomodar las canastas de pan, limpiar con mucho cuidado y respeto las imágenes de vírgenes y santos, decidir donde colocar la fruta y apilarla. Son labores que va haciendo durante tres días, “cuando puede”, “cuando le da tiempo”. 

A las 3 de la tarde del 1 de noviembre, cuando las campanas de la iglesia comienzan a replicar, Conchita coloca un vaso con agua y un plato de tamales en el altar, se sienta sobre las rodillas y sopla el humo del copal. No atiende a ningún vivo: a esa hora llegan los muertitos y hay que darles la bienvenida.