LA GENERACIÓN DE MI PADRE NO CREE EN PANDEMIAS

POR CARLOS MELIAN
ILUSTRACIÓN FEDERICO MERCANTE

Mi padre es especialmente vulnerable al virus. Tiene 84 años, camina por el patio, se detiene, y mira al vacío: acaba de enviudar. Lo observo dormir por la noche en su cuarto, el lado de la cama que correspondía a mi madre está vacío. Hasta hace muy poco, salía a la ciudad, tomaba ómnibus repletos, se la pasaba conversando con personas sin tomar distancia, sin prevención alguna. Parecía que corría para que algo no lo alcance. Y en esa carrera podía pescar el virus.

Mi tesis principal, a la hora de prevenirlo, era que, por la atención recibida por mi madre en el hospital, no habría muchas garantías de supervivencia en Cuba para los pacientes con coronavirus. Mis fuentes de información eran más diversas que las suyas, que en realidad eran una sola fuente: la televisión y la radio, porque a nuestra casa no llega diario alguno aunque,si llegaran, todas las versiones impresas reproducirían una sola versión, la oficial.

Mis fuentes principales eran el New York Times en español, BBC Mundo, El País, más otros medios alternativos nacionales en cuyo potencial de veracidad confío críticamente, como El Estornudo, El toque y Periodismo de barrio, y otras publicaciones a las que llego a través de enlaces que comparten amigos en cuya inteligencia y celo confío.

Tenemos diferencias políticas mi padre y yo. Él sabía, no obstante, que no le hablaba en abstracto. Había sido decepcionante la estadía de mi madre en el Hospital Provincial Saturnino Lora de Santiago de Cuba, en donde ingresó a finales de diciembre de 2019 luego de una hemorragia cerebral. Ambos habíamos estado casi un mes internados con ella. Ambos nos las habíamos pensado más de tres veces a la hora de regresarla al hospital después de que recibiera el primer alta y luego perdiera el apetito. Fuimos testigos de la falta de insumos, principalmente para canalización de venas, falta de sábanas, mantas, esparadrapos, pero sobre todo habíamos sido testigos de la negligencia que imperaba. Ambos habíamos dicho en algún momento que nos sentíamos … huérfanos … (encontramos la palabra juntos). Aquel hospital nos había tomado por sorpresa.

Trataba de transmitirle estas precauciones. Preveía el shock que causaría una avalancha de pacientes por las propias características asintomáticas conque los portadores del virus contagiaban a personas sanas. Cuando me adelanté 12 horas en suspender la asistencia a clase de mi hija para evitar el hacinamiento del transporte público y las aglomeraciones de niños en las aulas, dijo que exagerábamos y que mi problema era que no confiaba en la Revolución.

Si ambos disponíamos de elementos poderosos para creer que el sistema de salud cubano no estaba preparado para un shock asistencial similar al que estaba dejando exhaustos a los países europeos, también podíamos asumir que el país en sí mismo tenía capital político de sobra para prevenir la fase de contagio. Estábamos de acuerdo en eso.

Hay más tradición de obediencia y cohesión social en Cuba. Nuestra sociedad es más permisiva ante el derecho soberano del Estado sobre las vidas de sus “súbditos”. La población cubana, como la china, está habituada a asumir ordenes superiores, estados de sitio, periodos de excepción en los que son suprimidos incluso derechos fundamentales y primarios como la libertad de reunión y de expresión. En lo que no parecíamos de acuerdo era en cómo construíamos nuestro juego de prevenciones alrededor de la emergencia del virus. En nuestra comunicación, dos generaciones apuntalaban su imaginario desde certezas diferentes.

Quedó convencido de la necesidad de retirarse en casa -al menos 15 días- cuando el presidente de Cuba Miguel Diaz-Canel, informó que se iban a adelantar medidas del protocolo epidemiólogo que aplicaba el país, regulando el ingreso a Cuba de todo aquel que no tuviera estatus de residente. Para argumentar la medida, Díaz-Canel usaba los mismos criterios y deducciones que le había expuesto a mi padre. Bastó su comparecencia para que mi padre se tomara el serio el retiro y decidiera no salir de la casa.

Tanto mi padre como mi madre fueron activos sujetos en la construcción del socialismo. Mi madre renunció a preferencias vocacionales para estar allí donde el país y su familia la necesitó. Mi padre, en cambio, no tuvo antes de la Revolución una necesidad especial de superación, no concebía siquiera una noción de vocación. Fidel Castro como máximo líder, además, le mostró que algunas narrativas heroicas reconocibles podrían extraerse de los cines, de las novelas de agentes del FBI, y colocarlas en la tierra. Ellos tampoco habían sido receptores pasivos sino constructores, y en gran medida “héroes”. Héroes con antagonistas: los burócratas, los saboteadores de la revolución, el imperialismo, las guerrillas de opositores en las montañas, las bombas y sabotajes en instituciones y comercios.

Si en mi madre y mi padre se realizaba el axioma de que en la revolución se disolvían absolutamente todas las contradicciones que alejaban a los trabajadores humildes de la realización personal, la libertad y la felicidad, también podríamos imaginar que esta disolución implicaba un ceñimiento: un ceñimiento de la revolución a sus nervios, es decir, a su imaginario. Esa segunda piel implicaba también una superación de la política, un fin de la historia, un guardar las armas y las prevenciones, una sincronía, de la que yo por alguna razón carecía.

Mi generación, respecto a la de mis padres -y me permito agregar-, sobre el trabajo de nuestros padres pudo concebirse a sí misma, y no solo eso, creo que pudo liberarse, emanciparse de ese ceñimiento y de esa sincronía. Mi generación entonces tuvo la oportunidad de identificar esa sincronía y superarla.

La internación de mi madre en el hospital causó un efecto diferente en mí y en mi padre, más allá aun de que ambos hubiéramos sentido el mismo grado de orfandad respecto a ese proceso. En mí hubo una confirmación mucho más aguda de mi separación respecto a esa sincronía. Me informaba más, me adelantaba más a las decisiones de Diaz-Canel porque ya no contaba con aquello que constituyó  el corpus de certezas de mi padre.

Esa carencia implica esta separación e impacta en la forma en que somos hoy lanzados como generación a construir un bagaje propio por carencia o por incertidumbre, lo cual no deviene precisamente en reacción.