Cómo seguir viva lejos, en la miseria y sin sus hijos
Ana Meira Castro, víctima de desplazamiento por el conflicto, perdió la custodia de dos de sus hijos: el gobierno colombiano se los quitó con el argumento de que no podía garantizarles sus derechos. El mayor, de 14 años, se ahorcó en un instituto de menores, según las autoridades. Al menor, de 12, no lo puede ver desde hace un año: un informe médico arrojó que sufría desnutrición. “Nos condenaron por ser pobres y desplazados”, dice.
El cuerpo de Jordi* yace en el pequeño féretro. Tiene el brazo izquierdo sobre el estómago y el derecho caído al costado. Las piernas envueltas en una tela roja, cubiertas por un plástico transparente. La camisa azul le cubre hasta la parte alta de su cuello. Esta es la última imagen que Ana Meira Castro tendrá de su hijo de 14 años.
Ana Meira abandonó el barrio Pambilero -en El Charco, municipio costero al noroccidente de Nariño- por “los conflictos y la violencia”. Una tarde de 2007 su barrio se llenó de extraños armados. “Los unos hablaban de los otros. Iban y venían en lanchas, buscaban comida e información. Nosotros nos limitábamos a atenderlos con respeto y a responder lo que requerían”, recuerda.
—¿Dónde está Edison? —preguntaron por el papá de sus hijos—. Si no aparece los matamos a ustedes.
Cada día Ana Meira se enteraba de los cadáveres que aparecían al costado de la carretera o de los restos humanos que arrastraba la corriente del río Tapaje. Las amenazas de esa gente son serias, pensó. No había más tiempo: empacó las pocas cosas que tenía y se fue con sus cuatro hijos a Cali. Tenía 24 años.
La familia de Ana Meira fue una de las 1.600 que se vieron forzadas a huir de Nariño en 2007 por los enfrentamientos entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército. El informe del Comité Internacional de la Cruz Roja de ese año concluyó que en el 68% de los municipios del país hubo casos de desplazamiento y que los más afectados fueron El Charco, Tame (Arauca) y Puerto Asís (Putumayo). Para el 2005, el índice de pobreza en El Charco era de 80,37 %.
Ana Meira llegó al barrio El Valladito de Cali, un sector al oriente de la ciudad que forma parte del distrito de Aguablanca, donde habitan unas 750 mil personas, casi el 30% de la población de Cali. La gran mayoría son víctimas de desplazamiento forzado, especialmente de la región Pacífica.
—Yo vivía del rebusque —cuenta Ana Meira.
En su pueblo la comida y el comercio llegaban por las aguas del Pacífico. En Cali era diferente. De los edificios y el cemento no brotaban frutos para comer ni peces para cocinar.
—Por sugerencia de unas vecinas, me puse en la cabeza un platón lleno de chontaduros y me fui a las calles a vender.
En El Valladito había, y todavía hay, muchas personas en la misma situación que Ana Meira, por eso es común que se reciban recomendaciones sobre qué hacer cuando se llega a la ciudad. Uno de esos consejos fue que se presentara ante la Unidad de Atención y Orientación al Desplazado (UAO) para hacer su registro y el de sus hijos como víctimas de ese fenómeno. La UAO es hoy el Centro Regional de Atención Integral a las Víctimas, un espacio en donde se articulan varias entidades del Estado para orientar, acompañar y hacer el seguimiento a las personas que sufrieron la guerra con el fin de facilitar sus derechos a la verdad, la justicia y reparación. El objetivo de este trámite es que el Estado disponga las condiciones de protección, consolidación y estabilización económica de los desplazados internos como consecuencia del conflicto armado, que desde 1985 suman unas 7,7 millones de personas.
La noche del 7 de diciembre de 2011, Ana Meira y su familia festejaron el Día de las Velitas con sus vecinos. Esta festividad es muy popular en Colombia, una tradición en la que las comunidades se reúnen a encender velas para venerar a la virgen María Inmaculada y así dar comienzo a la navidad. En el barrio hubo pólvora, música y comida. Los niños se juntaron y corrieron por las calles para recolectar la cera que se desprendía de las velas.
Esa noche Jordi, su tercer hijo, se perdió entre la multitud. Ana Meira lo buscó hasta el amanecer, pero no lo encontró. Al día siguiente fue al puesto de Policía. Los agentes le dijeron que el niño, en ese entonces de 6 años, estaba en la estación, pero que lo entregarían al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), la entidad estatal a cargo de la protección de la primera infancia, la niñez y la adolescencia.
En el instituto le dijeron a Ana Meira que antes de devolverle a su hijo, unos funcionarios tendrían que hacer una visita a su casa. Cuando fueron, le dijeron que la casa “no reunía las condiciones de habitabilidad propicias”, cuenta la mujer. El piso era de tierra y las paredes de madera. Además, le exigieron que debía tener un cuarto para cada uno de sus hijos.
Un documento del organismo firmado por la defensora de familia María Salas, sostiene que no hay constancia de que alguno de los funcionarios del instituto hubiera afirmado que las condiciones no eran “propicias”. El mismo documento informa que el 9 de marzo de 2012 había comenzado el proceso de restablecimiento de derechos de Jordi.
Según ese documento, los derechos de Jordi, en ese momento de siete años, se encontraban amenazados, vulnerados o inobservados por parte de sus padres. Por esta razón, el Estado tenía la obligación de asistir al menor. También en ese registro se habla de un posible proceso de adoptabilidad que “contrarrestara la vulneración de los derechos”. La mamá del niño asegura que nunca existió un desinterés por ninguno de sus hijos.
—Uno allá tiene todo pero llega a esta ciudad a enfrentarse al monstruo —dice Ana Meira.
El 24 de enero de 2014, la mujer encontró a Jordi, el cuarto de sus hijos, de 6 años, recostado en la cama con fiebre. Lo notó extraño. Le preguntó qué le pasaba, pero el niño no respondió. Tras un largo rato, Jordi se recostó sobre ella y la abrazó.
Le contó que un vecino de 16 años había abusado sexualmente de él.
La mujer lo llevó a una clínica, donde el abuso sexual quedó registrado en su historial médico. El centro de salud informó al ICBF sobre lo que había pasado con Jordi y el instituto también se hizo cargo del niño. Ana Meira presrentó una denuncia penal, pero, según Nieves Vásquez, su abogada, el proceso nunca arrojó resultados. La mamá de Jordi identificó al joven que abusó de su hijo. “La familia del muchacho le dijo que si decía algo la mataban a ella o a Jordi. Allá en el barrio uno no puede decir nada porque lo matan”, dice la abogada.
Además de las amenazas, había motivos de sobra para desconfiar en los resultados que la justicia. El 80% de estos casos quedan en la impunidad, según la Fiscalía y la Procuraduría. Esto, a pesar de que, en 2018, por ejemplo, el 87% de exámenes por delitos sexuales fueron practicados a niños, niñas y adolescentes, lo que equivale a 22.794 menores de edad violentados.
Ana Meira asegura que siempre estuvo pendiente de sus hijos, aun cuando dos de ellos quedaron bajo custodia del Estado. “Íbamos a celebrarles los cumpleaños allá y todo”, cuenta. Sin embargo, dice que en varias de esas visitas le exigieron firmar documentos para poder verlos. Ella lo hizo sin entender lo que aceptaba. Ana Meira y su abogada están convencidas de que esas firmas fueron las que habilitaron al ICBF a abrir los procesos de adoptabilidad de sus dos hijos. El instituto dice que no obró con deslealtad y que avisaron sobre todas las decisiones que se tomaron con respecto a los niños.
El 23 de marzo de 2017, el Juzgado Séptimo de Familia de Cali declaró a Jordi en situación de adoptabilidad. Esa decisión disolvió el vínculo legal de madre e hijo entre Ana Meira y Jordi. El caso de Jordi, aunque se presentó para el mismo proceso, se encuentra en el Consejo de Estado pendiente por resolver ante un conflicto de competencias.
El ICBF y la Fundación Caicedo González, organización que maneja los hogares sustitutos donde estuvieron los hijos de Ana Meira, aseguran que la última visita de la madre fue en agosto de 2018. Ella lo niega. Dice que durante todo el tiempo que estuvo separada de sus hijos solo se ausentó por dos meses, tiempo en el que volvió a El Charco porque le resultaba más fácil conseguir trabajo y dinero que usaría para hacer las refracciones a su casa que le habrían exigido los funcionarios. Incluso, asegura que dio aviso al instituto antes de dejar Cali, pero que fue informalmente, en una conversación.
A Ana Meira le impidieron ponerse en contacto con sus hijos desde mediados de 2019, según cuenta. No pudo volver a verlos ni a hablar por teléfono con ellos. No recibió información alguna hasta el mensaje de Whatsapp que llegó a su celular el 19 de diciembre en el que le pedían que fuera al día siguiente al instituto.
El 20 de diciembre, cuando Ana Meira llegó a la cita que le había agendado la defensora de familia Karina Vélez en una de las sedes del instituto en Cali, la funcionaria le entregó un documento.
—Tiene que firmarlo antes de contarle lo que pasó.
La mujer se negó. La funcionaria le arrebató el documento y la miró a los ojos.
—Su hijo Jordi se suicidó. Se ahorcó.
Ana Meira se quedó sin palabras.
—Apure m’hija que el entierro es ya.
El cuerpo del niño fue encontrado con signos de asfixia por ahorcamiento. El cuerpo ingresó a la morgue las 6:43 de la tarde del 18 de diciembre de 2019. Vestía un pantalón verde y una camiseta azul talla XL que no correspondía con sus 1,72 metros de estatura.
“Era mamá para entregarle el muerto, pero no era mamá para entregarle al niño vivo”, dice la abogada Vásquez. Inmediatamente después de que supo lo que había pasado con Jordi, Ana Meira preguntó por su otro hijo.
—¿Jordi cómo está? ¿Dónde está?
—Ese niño tampoco es suyo, es del instituto— le dijo la defensora Vélez.
Jordi no pudo ver a su mamá ni siquiera tras la muerte de su hermano.
Lo único que Ana Meira sabe de Jordi es por el informe que dio la Fundación Caicedo González para contestar a una de sus tutelas. En el documento dice que el niño tuvo una consulta de medicina general el 27 de diciembre de 2019 en la que el médico le diagnosticó desnutrición y trastorno de estrés postraumático, por lo que lo remitió a psicología.
En enero de 2020 Jordi tuvo otro control médico, en el que registró un peso 38 Kg y una altura de 1,48 metros. Según Ana Milena Lemos, directora ejecutiva y representante legal de la Fundación, esas cifras indican que se encontraba dentro de los parámetros adecuados para la edad. Sin embargo, de acuerdo a una tabla del Texas Heart Institute, Jordi estaba por debajo del peso adecuado.
Ante la impotencia y la desilusión en la justicia colombiana, la abogada Vásquez llevará el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
“Me condenaron a mí y a mi familia por ser pobre y desplazada”, dice Ana Meira. “Me vengo desplazada por la violencia de El Charco, Nariño. Aquí el gobierno me levanta mis dos hijos, devuelve uno muerto y el otro desaparecido. ¿Puede ser justo eso para una madre?”.